Larga historia esta con solución difícil. A ver, dejadme que os sitúe. Resulta que uno, como sabéis, trabaja en Japón, pero, claro, una vez al año pues me escapo unos días a Sevilla para estar con mi gente. El resto del año soy uno más aquí, trabajando seis días y llevando una vida normalita. Digo esto porque me consta que a algunas personas les suena eso de vivir en Japón a lujo, y no es precisamente el caso, no, no hemos visto por este blog fotos de mi coche ni de mi chalet en primera línea de playa ni cosas de esas, más que nada porque no las hay y dudo que las haya (tampoco las pretendo, eso es cierto). En fin, esto viene a cuento de que cuando estoy en España pues me apetece traerme algunas cosillas para no olvidar los sabores de mi tierra a lo largo del año, de modo que este año, aprovechando que las leyes aduaneras sí permiten la entrada de lácteos en Japón (la carne es otra cosa, un tema a tratar también muy largo…) me fui a comprar unos quesitos manchegos, un pequeño vicio que tiene uno.
Como son algo pesados y sólo llevábamos una maleta, pues se nos iba el peso del límite marcado por las “amabilísimas, baratas y comprensivas” líneas aéreas (lítote), que establece que un bulto, aunque sea la única facturación que dos personas hacen (cada una tiene derecho a 20 kilos, sumen, creo que salen 40) sólo puede ascender a 32 kilos. Esto es nuevo, en diciembre de 2006 fue la primera vez que me hablaron de esto. Y por muy pesada que se ponga la señorita que me atendió en el mostrador de Iberia en Barajas, es la primera vez que me ponen pegas por ello (uno no es Phileas Fogg pero sus millas lleva en lo alto). Bueno, lo de los aviones es otro tema también, todo a su debido tiempo, que me caliento y no paro.
Pues viendo los quesitos me voy a la oficina de correos de mi barrio sevillano para comprar una caja de cartón, de esas reglamentarias de correos. Llego al lugar y veo dos colas: “Admisión” y “Entrega”, y me pregunto a cuál de ellas tengo que ir para comprar la caja. Ante tal interrogante retórica me decido a ir a la cola más corta, la de entrega. Cuando me llega el turno una señorita me dice que eso no puede hacerlo ella, que de eso se encarga “el compañero” (con el funcionariado hemos dado, me digo), a lo que le contesto, de un modo educado pero directo, que no voy a hacer otra cola para comprar una puta caja. La chica recapacita por un momento y le grita “al compañero” (eso de pasar la pelota al de al lado en oficinas de la administración y servicios me suena, un dedja vu???…) “¿cuánto vale la caja grande?!”, a lo que yo raudo y veloz replico “señorita, la caja es mediana”, vivaracha la muchacha. Después le pido el impreso para enviar un paquete postal internacional, puesto que es un incordio hacerlo en el momento de la entrega. Ella me entrega un papel de certificado normal, y le digo: “perdone, pero no es este, se trata de un papelote grandote así tamaño A4” (uno ha tenido que enviar algún que otro paquete en los últimos seis años). Ella porfía y yo, cansado de tanta incompetencia en tan poco tiempo, dejo el tema. En fin, después de clavarme casi tres euros por un trozo de cartón me vuelvo a casa para preparar el envío.
Al día siguiente tengo una caja con café, desodorantes (si venís a Japón traéroslo de allí que aquí hay pocos y son carísimos y malos, nada como un buen Sanex), crema dental y los quesitos. Diez kilos, que serán enviados a Japón por el módico sablazo de 63,70 eurazos del ala en una cantidad de tiempo que podríamos definir como “vaya usted a saber”.
Eso fue el día 11 de enero. Ayer, día 15 de febrero el paquete llegó a casa. Se ve que los viajes largos cansan a las personas y también a los objetos, puesto que nuestro paquete adelgazó por el camino, perdió nada menos que cinco kilitos, sin dieta del natto, él solito. Además, la maravillosa caja de tres euros venía hecha un poema.
Cuando abrí la caja, obviamente faltaban mercancías, en concreto los quesos.
Lo primero que se me ocurre es pensar en la aduana, y llamo a la oficina de atención al cliente en Osaka, pero me dicen, como yo imaginaba, que ante cualquier problemilla por recibir una mercancía inadecuada ellos se ponen siempre en contacto con el destinatario, para que él mismo decida qué hacer con esas mercancías, si devolverlas o incinerarlas, es el protocolo. También me confirman una vez más lo que hicieron ya antes por carta, decirme que el queso y los lácteos en general sí pueden entrar libremente.
O sea, descartamos la hipótesis de la aduana en el aeropuerto de Kansai.
¿Qué opciones me quedan?, buscar el recibo del envío, el ticket del pago y luego poner una reclamación.
Primero voy a la web de correos, pero no hay ningún formulario electrónico para este caso, sólo para paquetes no entregados o extraviados. Envío entonces una queja a través de la sección habilitada para ello en la misma web. Pero como sé que eso y nada es más o menos lo mismo pues llamo directamente a Correos.
Tras escuchar a varias máquinas de esas de “si está usted encabronado pulse el 1, si está aburrido pulse el 2, si le va la marcha pulse el 3”, me ponen con una señorita que me pregunta por obviedades pero a la que le resulta extraño que yo no haya dicho nada a la persona que entregó el paquete. A ver, un señor de correos llega a tu puerta con un paquete que hace un mes que no ves, paquete que conoces de un rato, y él mismo lo coloca en el suelo del “genkan”.
En fin, ahora tengo que ir a la oficina de Kobe para que levanten un acta en el que acepten por escrito la evidencia de que el peso que figura escrito en la caja no se corresponde con el real. Manda pelotas. Y todo eso para comenzar una “investigación”, dice la señorita de Correos, como si fueran a llamar a Mahone el de Prison Break para buscar mis quesitos fugados de Fox River. Pues eso, todo para en el mejor de los casos recuperar unos 20 euros que apenas alcanzan a pagar uno de los quesos.
Por supuesto que doy por perdidos los quesos, no soy un iluso, más que nada porque ya a estas alturas habrán sido repartidos y quizás digeridos (mala digestión le dé al hijo de puta que los tenga y se gaste una pasta en aspirinas). Por supuesto que cursaré la reclamación.
Pero lo más triste es que ya no confiaré en Correos nunca más para estas cosas, y ese consejo os doy. Una pena, creía que era una de las cosas que en España aún funcionaban bien.