Tengo entendido que en lo que a contaminación acústica se refiere a los españoles sólo nos supera Japón. Uno siempre ha tenido cierta tolerancia al ruido, algo que seguramente se deba precisamente al hecho de que durante toda mi vida he tenido que vivir con él. El ruido era y sigue siendo algo inherente a mi barrio sevillano: los aviones que van y vienen del cercano aeropuerto de San Pablo, las estruendosas alarmas de los coches de policía y de las ambulancias (no estaría mal sustituirlas por un tipo similar al existente en Barcelona, igual la salud de los ocupantes del vehículo agradecería así evitar un muy posible e innecesario subidón de adrenalina), los pobres perros estresados por vivir hacinados en pisos jamás diseñados pensando en ellos (cosa lógica por otra parte), los alterados e ilícitos tubos de escape de las motocicletas, el televisor del vecino o su equipo de sonido de alta fidelidad (la potencia en vatios de éste suele ser proporcional al mal gusto de la música que reproducen), las interminables obras de eternas reformas y un largo etcétera. Uno se acostumbra como puede o simplemente enloquece. Le queda el consuelo de saber que existe una legislación al respecto. He leído por ahí que incluso ya algún que otro ciudadano poco cívico en este aspecto en particular ha dado con sus huesos en la cárcel.
Japón, como decimos, goza del primer puesto en ese ranking mundial del estruendo. Es cierto que en gran medida las ciudades hacen lo posible por controlar los focos de ruido más importantes. La ubicación del aeropuerto internacional de Osaka, el Kansai Kūkō, o del aeropuerto nacional de Kōbe son prueba de ello. Las autopistas que cruzan las urbes suelen estar cubiertas parcialmente con paneles acústicos, así como algunos tramos del trazado del ferrocarril de alta velocidad. Pero desgraciadamente no es suficiente. Por otra parte es interesante que salvo contados y excepcionales casos no existe legislación que regule el ruido en Japón.
Hace unos días consulté el tema con alguien a quien conozco que casualmente trabaja como policía. Me comentaba que las pocas normas que existen se han ido improvisando sobre la marcha ante la presión de ciudadanos cuyo umbral de tolerancia fue puesto a prueba.
Cualquiera que viva en Japón por un breve período de tiempo no tardará en toparse con una extrañas furgonetas decoradas con mensajes y símbolos ultranacionalistas que pululan por doquier, con un equipo de megafonía que no cesa de vomitar lindezas. Pues bien, si estos insufribles pregoneros se pasan de los 80 decibelios (me consta que ocurre con mucha frecuencia) teóricamente están infringiendo la ley. Pero, claro, si estamos en tiempo de campaña electoral olvidemos lo dicho… (manda narices el asunto). Aquí la en España llamada “jornada de reflexión” viene marcada por una absurda competición de megáfonos de los diferentes candidatos, acto que viene a servir de metáfora del “mucho ruido y las pocas nueces” que los políticos gastan por estos lares. Muy democrático todo ello, sí señor. Conviene recordar que a partir de los 120 decibelios el sonido se convierte en una sensación dolorosa para el oído humano, no solo pensemos en el estrés, puede incluso ocasionar daño físico.
Cuando la policía recibe alguna denuncia por las molestias causadas por el ruido se limita a mediar entre las partes. “La ´armonía´ en Japón no debe ser quebrantada”, cuán paradójico precepto este.
Tanto el minúsculo apartamento en el que viví mi primer año en Japón como mi pisito actual están situados muy cerca de la línea del ferrocarril de la JR. Al principio los vagones de carga que cruzaban la ciudad desde la medianoche solían provocar mi desvelo. Puesto que su paso es regular pronto me habitué a ello.
En el sur de mi barrio, a tan solo un par de manzanas desde mi casa, hay un parque de bomberos. También al estrépito de las sirenas de los vehículos que de allí parten me he ido acostumbrando.
No muy lejos de allí los barcos de turistas que llegan al puerto y parten de él lo hacen emitiendo un zumbido que se convierte en ocasiones en atronador.
Pero quizás encuentre más molesto algo que ocurre desde algún tiempo atrás casi a diario, a medianoche, cuando grupos de motoristas se reúnen en las a esas horas poco transitadas carreteras de Kobe para llevar a cabo arriesgadas carreras que hacen que uno maldiga la hora en que Ridley Scott rodara “Black Rain”. Al incesante rugir de los motores y de los escapes de las máquinas normalmente le siguen las sirenas de la policía y los admonitorios gritos que los agentes del orden les dirigen a los infractores por medio de la megafonía de los coches de patrulla.
Teniendo en cuenta que a partir de los 95 decibelios se hace necesario el gritar para comunicarse no debe parecernos extraña la forma en que ciertos establecimientos del centro se publicitan en plena calle. ¿Qué visitante no ha escuchado aquí alguna o mil veces aquello de “karaoke doudesukaaaa” saliendo de uno de esos conos de plástico iguales a los que los aficionados al béisbol tienen por costumbre llevar al estadio para animar a sus equipos?
Fuera del alcance de mi comprensión están lugares como los Pachinko, esas enormes y abundantes salas de contención de humo de cigarrillos cuya contaminación acústica se puede percibir desde la calle.
Y las obras. Interminables como en España. Bastante más rápidas, todo hay que decirlo, pero igual de ruidosas. Hay casos en los que el recinto en el que tienen lugar es cubierto totalmente por una estructura, algo que viene a ser más una medida de seguridad que una barrera acústica. De hecho llama la atención el que ciertas obras municipales que afectan a zonas comerciales tengan lugar durante la madrugada con el pretexto de que de hacerse en pleno día la actividad de las tiendas se vería afectada seriamente. No parece ser relevante el derecho al descanso.
En definitiva el ruido es parte del precio que el urbanita ha de pagar por el “progreso”. Por fortuna aún quedan muchas zonas a las que escaparse para huir de él en Japón y disfrutar del “sonido del silencio”, aunque para muchos, entre los que me cuento, la prolongada quietud puede llegar a ser igual de perturbadora.